Lluvia. Noche. Vida. Japón. La encapsulación de lo que convive entre el ruido interno y el externo, suspendida en un tiempo que da ritmo y vertebra la intimidad de lo humano. Texturas. Y todo ello orbitando alrededor de un desenfoque que, como bien recalca César Ordóñez, no es más que el vehículo para tomar conciencia de que la vida, en un porcentaje muy elevado de sus planos, no está en manos de quien la vive, sino a la inversa.
En Tokyo Blur se mece desenfocada la flor del cerezo mientras el río se cubre de pétalos que parecen hilos de seda y cerca, muy cerca, una garza equilibra el aire que la rodea. La obra de Ordóñez es el lenguaje de la inversión: el desenfoque propicia la poética, y los símbolos –el monte Fuji emergiendo de su cara menos visitada, los comensales difuminados en una pecera de plástico, ajenos a la claridad que les envuelve y que no han de tocar- crean hitos en el camino por los que el observador sube montaña arriba, desde el negro hacia el blanco, desde lo que se adivina a lo que está, en un viaje de descubrimiento. Tokyo Blur ofrece una propuesta de crecimiento y de ansia de conocimiento. Es una propuesta silenciosa, de contemplación lenta y de proceso íntimamente individual. Aquí hay recorrido: las imágenes importan por lo que son, pero atrapan por los huecos que muestran, invitando a estirar la mano y querer tocar para buscar una nitidez que es, seguramente, la que todos anhelamos encontrar en nuestro propio espejo.
Si me preguntan por qué hay que acercarse al universo japonés de César Ordóñez, la respuesta es tan obvia como lo son los binomios enfrentados que vertebran este Tokyo blur: “no hay que acercarse. Hay que atreverse”.
Alejandro Palomas |